Siempre me acordaré del 27 de agosto de 2011, fue cuando
llegué en Barcelona. Aquel día estaba de vacaciones con mi familia en un
pueblecito de la Costa Brava, Llançà, y nos fuimos a buscar a mi futura
compañera de piso y a su familia a Empuria Brava, así nos conocimos todos y
pudo empezar nuestro viaje, bajando l’Alt Emporda con rumbo a Barcelona.
Llegamos
a eso de las once y nos encontramos de repente con un rompecabezas, ¿dónde aparcamos el coche? Tras una hora de intensa
búsqueda, encontramos un sitio en un parking subterráneo. Menos mal porque
teníamos todos un hambre canina,
fuimos a comer a las 12 h 30, no había nadie en la terraza porque ―me percaté
más tarde― ¡a la hora francesa sólo comen los franceses! y ahora me parece
también que era un poco tempranito.
Era un
día canicular pero una suave brisa nos acariciaba la piel. Mientras acababa mi café, recibí una llamada
del dueño del piso que íbamos a alquilar, de repente me subió la adrenalina y
me dije: “¡ya no puedes dar marcha atrás!”
Mi compañera y yo fuimos a buscar las llaves y localizar el barrio; aquel día
descubrimos el Poble Sec, donde pasaríamos los próximos nueve meses… Una vez
familiarizados con el lugar, llamamos a nuestras familias para que nos ayudaran
a descargar el coche, fue terrible porque vivimos en la tercera planta, ¡hubiera vendido mi alma al diablo por
tener un ascensor!
Una vez
terminada la ardua labor de la “mudanza”
nos fuimos a pasear por el Paralelo hacia la Plaza de España, me daba la
impresión de que el turista que todavía era se transformaría prontito en un
verdadero autóctono porque en seguida
me gustó el ambiente hechizante de
la ciudad; la gente se para en la calle, ve que estás mirando un edificio, se
aproxima a ti y te explica su historia, eso me pareció fenomenal porque este
tipo de actitud no se encuentra en Francia. Desde mi punto de vista,
Barcelona me parece mucho más acogedora que mi ciudad de origen.
Anduvimos
toda la tarde y cuando los pies nos dolían bastante para pararnos, decidimos
comer juntos una última vez antes de separarnos, intentamos aprovechar esta
cena porque ya empezaba a nacer esta pequeña bola en el estómago que era
sinónima de “pronto estaré lejos de vosotros”. A mi parecer, es uno de
los momentos más difíciles de tu estancia Erasmus: la llegada ― pero la salida
es diez mil veces peor.
A las
once de la noche, fuimos todos al piso a despedirnos, tenía un sentimiento raro
que mezclaba excitación y miedo. Creo que la excitación fue más fuerte porque,
aquella noche, no me di cuenta de que no iba a ver a mi familia durante cuatro
meses.
Al día
siguiente, fue más difícil porque caímos de la nube… Para pensar en otra cosa,
fuimos a pasear por el laberinto del Ensanche para aclimatarnos a nuestra nueva ciudad.
Me gusta tu cuenta muchisimo Jimmy, yo tambien recuerdo la mudanza dificil porque vivo en el cuarto y no hay ascensor tampoco. Sin embargo es un precio bajo para las vistas que tengo desde mi habitacion. Y estoy totalmente de acuerdo de que la salida será mil veces peor que la llegada!!
ResponderEliminarSí, es una muy buena historia la de Jimmy
EliminarGracias, espero que hayas pasado una muy buena estancia Erasmus. La salida es difícil pero ahora nunca más seremos extranjeros en BCN. ;-)
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